LITURGIA

Convertíos y Creed en el Evangelio

Con la bendición e imposición de la ceniza comenzaremos el miércoles 26 de febrero el tiempo santo de Cuaresma. En él nos preparamos a celebrar el Misterio Pascual, corazón de nuestra fe. Su duración de cuarenta días evoca algunos de los acontecimientos que han marcado la vida y la historia del antiguo Israel: los cuarenta días del diluvio universal que concluyen con la alianza establecida por Dios con Noé y, a través suyo, con toda la humanidad; los cuarenta días en que Moisés permanece en el monte Sinaí, que terminan con la entrega de las tablas, en las que se contiene la Ley santa con la que Dios, como sabio pedagogo, quiere dirigir la vida de sus hijos.

La Cuaresma evoca también los cuarenta días que pasó Jesús en el Monte de la Cuarentena, orando y ayunando, antes de emprender su misión salvadora. Como Jesús, nosotros, con todos los cristianos del mundo, recorremos un camino de ascesis, de interioridad y de oración para dirigirnos espiritualmente al monte Calvario, meditando y reviviendo los misterios centrales de nuestra fe. De este modo, celebrando el misterio de la Cruz, nos prepararemos para gozar de la alegría de la Resurrección.

Comenzamos la Cuaresma con la bendición e imposición de la ceniza, un rito tan austero como lleno de simbolismo. Al depositarla sobre nuestras cabezas, la liturgia nos permite elegir entre dos fórmulas. Las dos contienen una llamada apremiante a reconocernos pecadores, a rasgar nuestros corazones, como nos pide el profeta Joel, a convertirnos y a volver al Señor.

Comenzamos la Cuaresma con la bendición e imposición de la ceniza, un rito tan austero como lleno de simbolismo. Al depositarla sobre nuestras cabezas, la liturgia nos permite elegir entre dos fórmulas. Las dos contienen una llamada apremiante a reconocernos pecadores, a rasgar nuestros corazones, como nos pide el profeta Joel, a convertirnos y a volver al Señor.

La primera nos recuerda que somos polvo y que al polvo hemos de volver. Estas palabras, tomadas del libro del Génesis (3,19), evocan la caducidad de la condición humana y nos recuerdan los novísimos, las realidades últimas de nuestra vida, la necesidad de estar siempre preparados para el encuentro con el Señor, depositando nuestra esperanza sólo en Él y no en los bienes de este mundo.

La segunda fórmula recoge las palabras pronunciadas por Jesús al inicio de su ministerio

público: «Convertíos y creed en el Evangelio » (Mar 1,15) y quieren ser una invitación a adherirnos de forma radical e irrevocable al Evangelio y a buscar en la Palabra de Dios el alimento de nuestra fe y de nuestra vida cristiana en esta Cuaresma. En las pruebas de la vida y en las tentaciones que el mundo, el demonio y la carne nos tienden a diario, el secreto del triunfo consiste en escuchar la Palabra de la verdad y en rechazar con decisión la mentira que encierra siempre el mal y el pecado.

Éste es el único programa posible en nuestra Cuaresma: escuchar la Palabra de la verdad que salva, vivir en la verdad, decir y hacer la verdad, rechazar la mentira que es siempre el pecado, que envenena a la humanidad y que es la puerta de todos los males de nuestra sociedad. Es necesario, por tanto, volver a escuchar en estos cuarenta días el Evangelio, la Palabra de la verdad, para vivirla y ser sus testigos. La Cuaresma nos invita a dejar que la Palabra de Jesús y su Evangelio penetren en nosotros, para de este modo, conocer la verdad más auténtica de nuestra vida: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, cuál es el supremo valor por el que nos levantamos cada mañana, luchamos y sufrimos, cuál es el camino que debemos tomar en la vida para no malbaratarla ni perderla.

El tiempo santo de Cuaresma y la severidad de la liturgia de este tiempo nos ofrecen un programa ascético que debe llevarnos a la conversión del corazón, a través de la oración más dilatada, constante y sosegada; a través del silencio y el desierto, que nos ayudan a entrar dentro de nosotros mismos para reconocer nuestro pecado y para abrir el corazón al amor misericordioso de Dios; a través del ayuno y la mortificación voluntaria que nos une a la Pasión de Cristo; y a través de la limosna discreta y silenciosa, sólo conocida por el Padre que ve en lo secreto, como nos dice el Señor en el Evangelio. La oración, la mortificación, el ayuno y la limosna son las expresiones visibles de nuestro compromiso interior de conversión.

Subrayo la importancia del ayuno, que en nuestros días ha perdido relevancia desde la perspectiva ascética y espiritual. En muchos ambientes cristianos ha llegado incluso a desaparecer. Al mismo tiempo, ha ido acreditándose como una medida terapéutica conveniente para el cuidado del propio cuerpo y como fuente de salud. La Cuaresma, sin negar estas virtualidades, nos depara la oportunidad de recuperar el auténtico significado de esta antigua práctica penitencial, que nos ayuda a mortificar nuestro egoísmo, a romper con los apegos que nos separan de Dios, a controlar nuestros apetitos desordenados y a ser más receptivos a la gracia de Dios. El ayuno contribuye a afianzar nuestra conversión al Señor y a nuestros hermanos, a entregarnos totalmente a Dios y, a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio.

El ayuno nos ayuda además a crecer en intimidad con el Señor. Así lo reconoce san Agustín en su pequeño tratado sobre "La utilidad del ayuno" cuando afirma: "Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura y su amistad". La privación voluntaria del alimento material nos dispone interiormente para escuchar a Cristo y alimentarnos de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración más constante y reposada en estos días de Cuaresma, el Señor sacia cumplidamente los anhelos más profundos del corazón humano, el hambre y la sed de Dios.

La práctica voluntaria del ayuno nos permite también caer en la cuenta de la situación en que viven muchos hermanos nuestros, casi un tercio de la humanidad, que se ven forzados a ayunar como consecuencia de la injusta distribución de los bienes de la tierra y de la insolidaridad de los países ricos. Desde la experiencia ascética del ayuno, y por amor a Dios, hemos de inclinarnos como el Buen Samaritano sobre los hermanos que padecen hambre, para compartir con ellos nuestros bienes. Y no sólo aquellos que nos sobran, sino también aquellos que estimamos necesarios. Con ello demostraremos que nuestros hermanos necesitados no nos son extraños, sino alguien de nuestra familia, alguien que nos pertenece.

Os invito, pues, a que junto a las prácticas cuaresmales tradicionales, la oración, la escucha de la palabra de Dios, la mortificación y penitencia, intensifiquéis el ayuno personal y comunitario, destinando a los pobres, a través de nuestras Caritas, aquellas cantidades que gracias al ayuno podamos entregar. 

Quiera Dios que todos aprovechemos de verdad este tiempo de gracia y salvación. Que no echemos en saco roto la torrentera de gracias que el Señor quiere derramar sobre nosotros con las prácticas cuaresmales. Que todos y cada uno nos dejemos reconciliar con Dios. Que la Santísima Virgen Ntra. Sra. de Villaviciosa sostenga y ayude a los miembros de la Hermandad del Santo Entierro de Sevilla en el empeño de liberar sus corazones de la esclavitud del pecado, los aliente en su conversión al Señor y a los hermanos y les conceda una Cuaresma fructuosa y santa